viernes, 17 de abril de 2015

DIARIO DE UN NÓMADA
"Una pequeña mezquita deteriorada, de un amarillo terroso, que recuerda las edificaciones de adobe del Sur, algunas casas con el mismo tono ocre, algunas ruinas, algunas tumbas diseminadas al azar: es la primera aldea de Amira, Sid' Enneidja". Isabelle Eberhardt, Hacia los horizontes azules, Terra incógnita, Olañeta Editor, Barcelona, 2001.

Ksar de Bounou, una pequeña ciudadela árabe-beréber, situada en un oasís al borde del río Draa, que aquí llega ya seco, aunque meses atrás el agua proveniente del Atlas llegó a inundar las riberas. Aquí en este lugar perdido entre el oasís de la Kasbha de Ouled Dris y el de M´hamid, de los que les separa unos kilómetros, el tiempo se detiene ante la inmensidad del desierto. Un ejército natural de dunas acecha en los alrededores de Bounou, y de M´hamid. Las arenas ocres doradas por el sol no tienen prisa. Saben que el tiempo juega a su favor. Desde hace decenios vienen viendo como estas aldeas medievales se van despoblando. Las torres se van derrumbando. La arena y el polvo del desierto van haciendo su trabajo. Aunque las puertas de madera de las aldeas se cierran de noche, no pueden evitar el asalto silencioso y casi imperceptible de las arenas y el polvo del desierto que se cuela por las rendijas, por las ventanas y entra sigilosamente en la cocina, en los establos, en el salón y en las estancias más íntimas. Y si hay casas abandonadas o inhabitadas, la arena va subiendo de nivel año tras año y va apoderándose de la casa, de la aldea. Si en la escuela, se rompe el cristal de una ventana, por allí aprovecha la arena para entrar y enseñorearse de la clase, de los pupitres, hasta dejar su firma en los cuadernos blancos, hoy amarillentos. Sin embargo si la vida bulle como ocurre en la decena de casas del ksar que quedan habitadas, la arena se detiene, no se atreve a entrar, y si entra, como ocurre en la casa museo de Bounou, Hasam y Aziz, Marianne y Sofien, y algunos otros hombres y mujeres barren y sacan con cogedores y con palas a la intrusa arena que se deposita en el suelo y en los alfeizares de las ventanas y se cuela bajo el dintel de las puertas para aposentarse y buscar refugio en las casas de la aldea tras la tormenta que la trajo hasta aquí. Es la lucha eterna de los hombres y mujeres del desierto contra el avance inexorable de las dunas. Y así llevamos años, centurias, milenios. Y cuando se despertó, el desierto seguía estando ahí.









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